Qué guapo estás con esas alas

Me encuentro rodeada por variadas sombras de mujer en el seno oscuro del auditorio de un hotel de vacaciones. Hace rato que nos ha envuelto la noche. Los más variopintos personajes toman asiento alrededor de mesitas bajas de madera barnizada. Esperamos el comienzo del concierto flamenco anunciado desde la mañana. Consciente de la variedad del enjambre, me siento, sin embargo, amenazada solo por las mujeres. Quiero ser yo la única y ser suya; siquiera efímeramente suya. Intuyo que la dama que lo acompaña ha de ser su esposa pero no representa sino una más de quienes lo alejan de mí.

Hace varios días que me depositaron en este hotel de la marisma de Huelva. Se llama Isla Cristina, igual que el pueblito que lo alberga. Me encuentro presa en uno de esos viajes organizados que me regalaron mis hijas. Tal vez debía haberlo rechazado. No he acudido aún a ninguna actividad programada, ni falta que me hace. Sola vivo, y sola me place vivir los días que me tenga reservado el destino. Me entretengo espiando los gestos de otros. Trato de averiguar el origen de sus más variados idiomas, o me muestro amable con alguno de los encantadores camareros que atienden a la tropa.

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Esta mañana, después del desayuno, he ojeado la prensa y me he dispuesto a tomar un rato de sol en la playa, al otro lado de la marisma. Con una toalla al hombro, he atravesado la interminable pasarela de madera que se eleva sobre alguna que otra barquichuela varada y presa, como yo, por la bajamar. Entre el lodo, algún que otro mariscador se entretiene desenterrando ordenadamente moluscos. Coquinas, supongo. Por fin he alcanzado la arena. He soltado las chanclas que me resguardan de astillas y bichos, y he sentido el placentero calor de la arena bajo mis pies. Cerca de la orilla, me he entregado a los rayos del sol desprovista del leve pareo que cubre mi desgastado traje de baño y mi  cuerpo maltrecho.

Evoco ahora, en la penumbra de la noche, el momento en que he visto por vez primera al apuesto caballero que me ha tenido convulsa todo el día. En la arena, se ha situado a pocos metros de mí. Es alto y delgado; entrado en años. No sabría decir si sus ojos son grises o azules, o si son una amalgama de ambos tonos. Peina canas de un modo ordenado; sublime. Su piel, sutilmente bronceada, evoca pasados lances que lo convierten en un hombre atractivo a primera vista. Se ha desprovisto de su blanca camisola. Me he sentido hipnotizada.

Tres jóvenes flamencas, ataviadas con largos faldones negros y blusas de volantes estampados, acaban de hacer entrada en el escenario entre leves aplausos de bienvenida. Rasga la guitarra, se une el cajón y algunas palmas. Me llevan en volandas junto a las olas vespertinas. Arranca la letra mientras giran sobre sí las manos de las bailaoras que aún no se mecen: “Mirando a la ventana, otro día s´acabao pensando ya en las horas que he perdío, que han pasao…”. Mi corazón se pierde entre las cuerdas y evito mirar en rededor. Me niego en todo caso a batirme con mi semblante. Percibo de soslayo que se aproxima aquel hombre. Palpito y dudo si levantarme o continuar al aguardo, y no me muevo. Me mira y apoya un libro, el mismo libro de la mañana, sobre la mesa mientras reclama un camarero. Ese misterioso objeto se ha convertido en nuestra forma de comunicarnos a hurtadillas, sin que nadie lo sepa, sin que nadie nos vea, sin dirigirnos siguiera una palabra. Tan solo nosotros somos testigos en el hotel del argumento de la historia que se entrelaza a sus páginas.

Ha sucedido a los pocos minutos de llegar a la playa. Sostenía entre sus dedos que guapo estas con esas alasuna novela de portada verde oscuro. Enseguida comenzó a leer en ávido ademán por avanzar en el relato. El título se leía con claridad, pero he tenido que afanarme bastante más para conocer la leyenda que le acompaña y que, poco a poco, he logrado desentrañar: “El amor da paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueño a la inquietud”.

Al cabo del rato, el bello caballero se ha levantado para dar un paseo sin dirigirse a su acompañante, que ojeaba al alimón un teléfono y una revista de esas que gozan de entrometerse en vidas mediocres. Lo he seguido con la mirada e, instantes más tarde, no he podido evitar levantarme y seguir sus huellas a cierta distancia. He pisado donde pisaba, he sentido la arena endurecida por la planta de sus pies; he apresurado el paso para que las olas no borrasen los suyos. Me he imaginado a su vera, aún a cierta distancia. Luego ha girado sobre sí mismo y se ha dirigido hacia mí sin más intención que regresar junto a su novela. Me ha mirado, ha sonreído educadamente. He sido embriagada por su profundo perfume, aroma a cuero transportado por la suave brisa que todo lo trae, y todo lo lleva.

Un nuevo impulso, otro, ha guiado mis pasos hasta el pequeño quiosco del hotel. Entre una pila desordenada de revistas, souvenirs y gruesos volúmenes, aquel librito esperaba mi llegada. Lo he asido nerviosa y me he entregado a su lectura en el sofá más próximo. He pasado el resto de la mañana entre sus personajes. Han ido conformando una realidad distinta a cuanto me rodea. Tan solo él pasa sus ojos por las mismas palabras que los míos. Únicamente él conoce a María, a Irene, a Enrique, a Alonso…

 


Me ha mirado, ha sonreído educadamente. He sido embriagada por su profundo perfume, aroma a cuero transportado por la suave brisa que todo lo trae, y todo lo lleva


 

He tomado el ascensor con intención de acicalarme antes del almuerzo. De pronto, alguien ha impedido el movimiento de la puerta que se cerraba y me ha pedido permiso para entrar. A corta distancia es aún más guapo. No podía respirar. Los instantes compartidos en tan breve espacio se erigen como un alto en el camino de mi desdicha. Hace demasiados años que persigo la felicidad con idéntico resultado a quien persigue su sombra. Me ha dejado salir primero y ha seguido mis pasos sordos sobre la moqueta. Por un instante he creído que empujaría la puerta de la habitación y la cerraría conmigo dentro. He soñado que me rogaba pisarlo en la ducha. Mi amado caballero ha introducido su llave en la ranura de la habitación contigua. Incido, una vez más, sin razón aparente, en la búsqueda de la dicha que no tuve y en cómo alcanzarla, como si no pudiera evitar hacerlo, como si la derrota no fuese sino el doloroso acicate que me mantiene viva. Como si yo fuera la Irene de Cosmos –la novela- y su sombra me sonriese inmisericorde.

Un bordón provoca el silencio de la sala y una mujer sentada canta despaciosamente. La soleá que nace nos embauca poco a poco. Un cante hondo, bien de dentro, despierta el alma del auditorio. Canta y se duele, y me duele. Llora su voz y mi alma llora. Calla entonces la mujer y asoma un sutil punteo y un trémolo y luego otro y otro. La voz se une entonces al cante y el ritmo que crece contonea las prominentes caderas de una de las bailaoras que ocupa el centro de la escena. El cajón y los tacones convierten la soleá en bulería y la algarabía de la guitarra rasgada se une al quejío de la voz de la cantaora. Todos callan de nuevo y me estremezco junto a ese hombre. El rítmico palmeo del grupo que sigue al del cajón, me suspende en el espacio y percibo en la lejanía el contoneo del talle de las bailaoras envueltas en el vuelo de sus faldas. Los tacones golpean las tablas con brío.

Regreso a la estancia en la que llevo tiempo sentada con la imagen de los pies descalzos de una mujer, otra, que cuelgan bajo una de las mesitas contiguas. Mujeres flamencas que exageran gestos y dibujan embriagadoras siluetas imposibles envueltas en vocerío desordenado y rítmicas palmadas. Mujeres turistas que sonríen en torno a las chacotas de sus pretendientes; una se mece en el sofá , la otra ríe, descuelga atrás su negra melena rizada. Otra más cesa la broma de pronto y todas parten a ninguna parte. Una mujer más, embutida en un sucinto vestido verde botella, aguarda en la puerta del baño protegida por cabello cobrizo que intenta dar inútilmente majestuosidad al conjunto.  Amenazadoras mujeres todas que acorralan mi presencia junto al caballero de pelo cano. Observo, sin embargo, instantes después, la marcha su esposa bajo el reclamo incesante de su propio bostezo y siento cierto alivio.


Incido, una vez más, sin razón aparente, en la búsqueda de la dicha que no tuve y en cómo alcanzarla, como si no pudiera evitar hacerlo, como si la derrota no fuese sino el doloroso acicate que me mantiene viva


Trato de recordar algún pasaje de la novela que he devorado durante la tarde y he deseado que él también lo haya hecho. Antes de la hora de la cena, he escuchado el sonido de la ducha en su cuarto y me he situado junto a él, al otro lado del muro. He enjabonado su cuerpo y él el mío, he acariciado los azulejos resbaladizos. El eco del agua suya se ha escuchado en mi ducha hasta que todo ha cesado de nuevo, como cesa de antaño todo.

Espero con paciencia su regreso a la alcoba. Siento un deseo irrefrenable de volver a compartir el elevador y el aire que respiramos. Me abalanzo tras él; lo consigo. Subimos. Su mirada me penetra y me inunda. Salimos al tiempo y me acompaña. Abro la puerta y permanece bajo el dintel. Me abraza suave pero firmemente. Exhalo la brisa de la mañana y me lleno de él.

  • ¿Cuál es tu nombre? –me pregunta su voz profunda.
  • Me llaman Deseo –balbuceo. ¿Y el tuyo?
  • El mío es Amor –dice mientras me acaricia lentamente, instantes antes de ser devorado por el pasillo para siempre.

Sola de nuevo, hierática frente a la oscuridad, consciente de que el final de nuestra historia no se parece en absoluto al de la novela que compartimos, mi silueta ha sido capaz aún de pronunciar aún las últimas palabras que le he dirigido y que nunca sabré si ha escuchado.

  • Qué guapo estás con esas alas.

Cosmos

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