Pájaros en mi maleta

De vez en cuando considero, otra vez, abandonar a mi familia y huir. Lo tengo todo planeado. Supongo que una madre corriente y moliente, no debería tener derecho a sentirse sola, abandonada entre el ruido y la desolación, pero no puedo evitar deplorarme de tal modo. A cada regreso a casa, cada fin de semana, me ocurre lo mismo. Si se trata, además, de un trayecto de vuelta de vacaciones, mi pesar se acentúa hasta convertirse en una insoportable sensación de ahogo.

Ayer, tras unas cuantas horas confundidos entre la hilera de vidrio y metal que cubría el asfalto, alcanzamos nuestro hogar insertos entre los automóviles que, a media tarde, conformaban el tradicional vía crucis colofón de Semana Santa. De camino, los niños –ya no tan niños–, quedaron dormidos tras unas cuantas discusiones, rendidos ante el soporífero eco de una película repetida un millar de veces durante otros tantos tediosos viajes. Yo simulé haber quedado igualmente traspuesta. Hace tiempo que no soporto los exabruptos de mi marido a medida que su mal humor invade el habitáculo.

Nos desperezamos al ritmo de los gritos sin sentido del estúpido con el que un día cometí el error de casarme y que provocó la ira de la parejita adolescente que no se aguanta. El portalón del maletero cedió deseoso de perdernos de vista. Hace tiempo, viajábamos con tres maletas para los cuatro, pero a medida que mis hijos, chica y chico, necesitaban más espacio, les cedí la mía. Son de un negro tenebroso, regalo de boda mi suegra. No terminan de romperse. Entre ellas, destaca ahora la viveza de la mía, adquirida como revancha clandestina pocos días después de liberarme de la negritud de la otra. Me complace evocar el día en que decidí hacerme con ella. Paseaba entre tiendas cuando casi frente a la puerta de una de ellas, se presentó ante mí su coraza opalina, ebúrnea casi, sobre la que revolotean las mas diversas aves de alegres y bellos colores. No es muy grande, no necesito más. Me servirá de compañera en mi huida y, entonces, yo también seré uno de los pájaros que festejan un mundo mejor que el infausto presente que me tiene presa.

El ascensor partió de arriba abajo y se precipitó lentamente a nuestro encuentro. En silencio, pensé en el destino de cada ser que habita la tierra. ¿Acaso fui yo la provocadora de mi desdicha? ¿Habría un futuro mejor preparado para mí al que un lejano día rehuí inconsciente? Los tres agudos sonidos que avisaban de la apertura de las puertas, me regresaron de mis tiempos mozos. Unos pocos segundos bastaron para revisar aquellos otros días jóvenes en los que un muchacho bien parecido escondió su carácter arisco, insoportable, en el regazo de mi enamoramiento. Desoí entonces a todos esos que me querían mejor de lo que yo fui siquiera capaz de soñar. Ahora, cada vez que cenamos en grupo, advierto lejanas las sandeces que vomita y siento vergüenza propia –la ajena yace perdida desde quién sabe cuándo–. Recuerdo, eso sí, algún que otro pretendiente y me maldigo como maldigo al destino que algunos dicen que existe y que nada osa saber de mí.

Alcanzado el piso, revivida la habitual bulla antipática, unos y otros lanzaban ropa sucia al tendedero mientras puse en marcha la máquina lavadora. Apoyada en cuclillas, sentí un escalofrío provocado por el frío húmedo de la pequeña estancia, pero me hacía bien. Maniobré sin prisa, pausadamente, con desgana, hastiada de veras, un poco más harta cada vez, un ápice más cerca del límite. No debía precipitarme –pensé–. En todo caso, lo siguiente sería recoger la ropa tras la ducha de todos, preparar la cena, escuchar alguna de otra crítica, limpiar la loza, preparar la mesa para el desayuno vespertino. Al día siguiente, llegaría una nueva procesión, esta vez a la oficina. Allí encontraría alguna que otra persona agradable y a ese otro necio que un día alguien escogió como mi compañero de trabajo. Se trata de un tipo mediocre que vive encantado de haberse conocido. Otra mala pasada del destino, emperrado en hacerme pagar orgullos pasados.

Aterida de frío y entumecidos los huesos, recorrí los pasos que me separaban del dormitorio conyugal. Sobre el edredón yacía mi maleta, aún cerrada. Viví entonces uno de esos instantes destinados a señalar una u otra dirección al mismo tiempo, otro más. Si la tomaba por el asa y salía de casa, tardarían un buen rato en darse cuenta de mi ausencia y, para entonces, yo ya estaría lejos, muy lejos para siempre. Si decidía deshacerla, todo volvería a ser igual, otra vez.

El leve chirrido de uno de los goznes, quejicoso y avieso, me apercibió mientras abría lentamente el equipaje hasta partirlo en dos mitades sobre la cama. Todo estaba ordenado, listo para ser cerrado de nuevo y volar. Ayer, como otras veces, supe que hay pájaros en mi maleta y que vivo… deseando huir.

Cosmos

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