A menudo te echaba de menos
Convendrán ustedes conmigo en la existencia de distintos modos de añoranza. La más frecuente tal vez pueda ser la que se siente respecto a un ser querido que se encuentra lejos, pero hay más: se recuerda también a la persona amada cada instante en que, aunque cerca, no se halla presente; se echan de menos las cosas, los otros seres vivos; es común también evocar algunos momentos vividos que ya nunca regresan.
Hace años, ocurrió que convergieron en mí varias de esas circunstancias en una persona sola. Fue mi primer sobrino cuando nació y se llama Eduardo. Ocupó desde entonces el lugar de los hijos que nunca tuve. Echo de menos cada instante que vivimos juntos. Me van a permitir, si son tan amables, que hoy comparta con ustedes uno especialmente destacado en mi memoria.
Corría el año ochenta y seis del pasado siglo y la primavera desperezaba las almas sumidas en el letargo invernal. Cuando llegaba de mis clases, a media tarde, y antes de partir a la parroquia, esperaba la visita de Eduardo o, impaciente, acudía yo en su busca. Lo echaba de menos. Un día llegó cabizbajo. Lo observé con atención al otro lado del humo del Boncalo recién prendido en espera de lo que tenía que contarme.
– Si no me dices qué te sucede voy a tener que preguntarte y ya sabes que no te agrada mucho la mayéutica.
– Me pasa que mi padre me ha vuelto a pillar leyendo una novela y me ha reñido. La discusión no nos ha llevado a ninguna parte. Él quiere que haga una carrera pero a mi solo me gusta leer y escribir.
– Mi hermano, tu padre, hace lo que cree que es mejor para ti; debes entenderlo, Eduardo. En todo caso, tenemos una baza a nuestro favor que ni él ni nadie podrán soslayar jamás y que se llama destino. Guiñé un ojo cómplice.
Eduardo pareció desde bien retaco un muchacho despierto y risueño aunque un tanto raro. Solía atormentarse con frecuencia en el seno de su caparazón frágil, casi transparente. Leía y escribía sin parar. Desde muy pronto intuí que apuntaba maneras aunque no se lo contaba para no azuzar el motivo de su desdicha familiar y para no debilitarlo con el halago.
Aquella tarde, llegó con unos papeles prensados entre el cinturón y la camisa, bajo un grueso suéter. Los liberó sobre la mesa mientras abandonaba la mirada al otro lado de la ventana. No dijo nada. Los recogí y comencé a leer entre calada y calada. Se trataba de un relato íntimo sobre la desdicha de un joven enjaulado al que los barrotes no dejaban aspirar al horizonte, una prisión de techos bajos que no le permitían crecer, una vendas para pies chinos que quebraban sus huesos y le hacían sangrar. Supongo que me pareció que las frases estaban construidas con sentido, la estructura clara, el mensaje directo, sincero, profundo.
– Está bien; me gusta. ¿Qué hacemos con esto? –inquirí tratando de ver por dónde salía.
– Supongo que nada. Lo guardaré en el cajón de los escritos para el olvido.
– Si comienzas a resignarte tan joven, mal vamos chaval. Solo el que resiste llega; solo el que mantiene la ilusión de un sueño sobre la desesperanza lo alcanza.
– Eres la única persona que lee lo que te enseño de vez en cuando. Eso es todo.
Días antes, supe de un concurso literario promovido por un banco en la pequeña ciudad de provincias a la que el destino llevó mi vocación y a mi familia. No era apto a menores de edad, así que le propuse presentar el escrito yo en su nombre. Fue el primer encuentro de Eduardo con lo clandestino y percibí su entusiasmo. Prometí guardar el secreto también en casa. El primer premio era una motocicleta. Lo gané… lo ganó.
Llegó el vehículo a los pocos días y propuse al muchacho montarlo. Su padre no quería ni oír hablar sobre el asunto. Se enfadó conmigo. “Esas tonterías que le metes al chico en la cabeza nos van a salir caras, ya vas a ver”. Eduardo, para sorpresa de todos, no mostró el menor interés por aquel ciclomotor negro y reluciente. Sin embargo, la felicidad que describía su rostro era nueva, fresca, distinta.
– ¿No te gusta la moto, Eduardo?
– Es muy chula, tío.
– Así, tan chula que no te quieres subir en ella.
– Yo ya tengo lo que quería.
– ¿Y qué querías mejor que el primer premio?
– Mira tío. Por primera vez en mi vida, un grupo de personas extrañas han leído una historia escrita por mí. He soñado con sillones de casas de altos techos y una lámpara y el silencio y un señor circunspecto y erudito dedicándome su tiempo; me pareció vislumbrar un parque y un banco y una señora entendida en literatura con mi relato en el regazo; creí imaginar un viejo que dice saber mucho de libros y de historias… Eso, y solo eso, me hace feliz.
He echado tanto de menos aquellas palabras de mi sobrino… Por aquel año mi salud ya no era la mejor. Sabía que no vería a Eduardo convertido en escritor de librería, pero algo me decía que su destino era ese y que su padre, mi hermano, tenía la batalla perdida de antemano, vencido por los hados.
Abandoné este mundo dos años después de aquel suceso. Echo a Eduardo mucho de menos; intuyo que también él a mí. En los días siguientes, deseé formar parte de alguna de sus historias, imploré al cosmos para que aquel sobrino mío fuese capaz algún día de contar a los hombres que el destino es todo cuanto nos mueve, todo cuando fluye. Sí, siempre he añorado ser uno de sus personajes. Me conformaría con que tomase mi nombre aunque hubiese de tergiversar mi biografía en pos de la trabazón del argumento.
Pero han de disculparme. En el fragor de las palabras que comparto con todos ustedes he olvidado presentarme. Me llamo Enrique.
Un mensaje escrito con exquisita verdad.
Gracias por compartir.
Muchas gracias a ti, Maruxa. Gracias