Querido lector:
Podría parecer que estas líneas debieran estar destinadas a desglosar un puñado de honores sin trascendencia.
Sin embargo, igual que tú, soy algo distinto a cuanto poseo; diferente a un documento de identidad. Constituyo un simple anhelo, un poso en la botella que añora la luz y la busca. La imperfección que me invade delata mi esencia, y a la vez le da sentido.
Recuerdo que supe leer a edad bien temprana. Desde niño, la lectura formó parte insoslayable de mis días. Me encantaba conocer historias de lugares lejanos y de extraños personajes. Cuando no levantaba más de un palmo del suelo, un hermano de mi padre me sugirió escribir un relato y presentarlo a un concurso para adultos con su rúbrica. Gané una motocicleta antes de alcanzar los pedales, pero no me hizo tanta ilusión como el gozo de sentir que alguien desconocido había leído mis palabras.
Desde aquellos lejanos días no he podido abandonar el veneno de la escritura. La literatura ha sido siempre mi inseparable compañera. Es mi terapia, el consuelo posible ante la insatisfacción que no cesa. Adoro desenmascarar personajes en apariencia convencionales que me muestran su lado escondido. Los comparto con el mundo, y muero a mi historia para que nazca de mis palabras la tuya, mi querido lector.
Pasado el tiempo, una vez curtida la piel por briznas de libertad ganadas a pulso, y con el alma aún intacta en su ansia nómada, llegó la hora de publicar la primera novela, y luego la segunda, y más a continuación. Y cada mensaje viajó más que yo. Primero a Argentina, luego a Colombia, Méjico y Perú… y ya no fui dueño de mis personajes que volaron como la mariposa que abandona la crisálida y deja de ser gusano al apartarse de mí.
Algún desconocido me reconoce como escritor, pero tú puedes considerarme, sencillamente, un contador de historias.
Eduardo Gismera